Podría definirse el texto, en
principio, como un ero-dromos in-verso. Es ciertamente un camino por el
territorio del erotismo (ya sea en su consumación, ya en su advenimiento), y es
in-verso en un doble sentido: tanto en el de que la escritura circula desde una
extinción a un nacimiento, como en el de que aquella se plasma en el elemento
básico que vehicula el poema.
Recorrido inverso, pues, el que
lleva a cabo el autor de estos Fragmentos de la llama por el
territorio de la piel y la escritura, y que se inicia en un recuerdo
aparentemente concluso para acabar en el asombro que produce la pulsión del
descubrimiento, tras atravesar distancias y cercanías, laderas y cimas,
eclipses y amaneceres.
Como todo viaje es episódico e
incompleto, y como en todo itinerario interesan más los diferentes lugares
recorridos que el incierto desenlace de dicho trayecto. Lo fragmentario
sustenta una mirada opuesta a un discurso totalizador, aunque no por ello sea
menos intensa y persistente. Y es esa percepción, sabedora de sus límites, la
que indaga en la alianza cómplice entre palabra y cuerpo al transitar los
pliegues de un texto buscando sus oquedades secretas, ahí donde habita el
tesoro de lo innombrable, la preciosa e inasible naturaleza de lo fugaz.
Y a la par que travesía es un
texto agónico, pues sirve para poner de manifiesto la lucha antagonista entre
el ocaso y la aurora, la confrontación eterna entre vida y muerte. Y esa
oposición dialéctica entre Eros y Tánatos es un elemento clave que conforma la
génesis del poemario, en el que a una “memoria
clausurada” le dan la réplica los “ojos del asombro”, y a la “distancia sobre
el eclipse” le salen al paso, desafiantes, unos “fuegos” alzados sobre el “ara”,
origen de esa llama que se yergue, aunque sea de forma fragmentaria y efímera
en su vulnerabilidad.